Violencia cotidiana
Del repartidor de butano con su intermitente repiqueteo sobre las bombonas. De los perros que echan de menos a sus amos y ladran hasta infinito. Del la música anónima que le roba horas al sueño. De las conversaciones de los vecinos con sus amigos que se alargan hasta la madrugada. De los jadeos de las parejas de los vecinos. De los tacones de despedida que siguen a los jadeos.
De los repartidores de periódicos gratuitos que, tanto si quieres como si no, te cortan el paso hasta que aceptas un ejemplar. De las cagadas/meadas de perros que hay que sortear de camino al trabajo. De las obras. De las miradas obscenas que los trabajadores de las obras te lanzan en su tiempo de descanso.
De las malas contestaciones. De las parejas hacia su otro hemisferio. De los padres hacia los hijos-posesión. De los organismos públicos hacia los ciudadanos (en este caso, hay que sumarle también la tomadura de pelo). De los golpes de los que quieren entrar primero al vagón del metro. Y no dejan su asiento ni a mayores ni embarazadas ni lesionados con muletas. Ni a sufridoras del síndrome mestrual.
De los compañeros de clase. De los alumnos hacia sus profesores. De los familiares de los alumnos hacia los educadores de sus hijos. De los que llevan uniforme y se exceden en sus funciones. De los que no llevan uniformes y se comportan como si los llevaran. De los hombres hacia los hombres. Hacia las mujeres. Hacia los niños. De las mujeres hacias las mujeres. Hacia los hombres. Hacia los niños.
De los que se escudan en el exceso de confianza. De los desconocidos. De los que son incapaces de tolerar la diferencia de color, religión, sexo o ideas políticas.
De los adolescentes hacia su propio cuerpo. De los poderosos hacia los sin opciones. De la hipocresía de los medios. De las imágenes que no valen más que ninguna palabra. De los falsos entendidos. De los contratos basura. De los okupas propietarios.
De una hacia sí misma.
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